lunes, enero 30, 2017

Noticia sobre cocina Marina

Noticia sobre cocina Marina
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En la ruta de la cocina marina de Sicilia Con un hijo que se resiste
Sicilia puede ser el paraíso de los pescados y mariscos que cualquier viajero culinario sueña, pero también la pesadilla para un niño poco aficionado a estos productos. Este es el resultado del circuito de un padre especialista en estos platos y su hijo... más bien escéptico.
"Este es el plan -le dije a Luke, mi hijo de 8 años-. Cada día iremos a distintos restaurantes y comeremos cosas nuevas".
-¿Qué comen en Sicilia?
-Mucho pescado.
-¿No podrías escribir sobre otra cosa?
Soy pescador apasionado y escribo sobre temas del mar, y Sicilia ha sido para mí siempre el epicentro del Mediterráneo: un lugar donde los mariscos llegan a la mesa transformados mediante una antigua mélange que combina cocina europea y del norte de África. Mi hijo, sin embargo, tiene el paladar de un marinero de agua dulce. Aun así, cuando surgió la oportunidad de ir a Sicilia, decidí que era momento de deshacerse de la camisa de fuerza culinaria que mi hijo se había impuesto.
Siguiendo el consejo de la autora de libros de cocina Nancy Harmon Jenkins, elegí cuatro centros distintos de la cocina siciliana: Palermo, Trapani, Catania y los pueblos alrededor de la colina de Ragusa. En el camino, con mi pareja, Esther, le ofreceríamos a Luke pequeños sobornos: un partido de fútbol en Palermo, una salina con flamencos en Trapani, una caminata hasta el monte Etna. Pero el centro de todo serían los pescados y mariscos.
Palermo
Tinta de calamar y fútbol
Poco después de aterrizar en Palermo, llevamos a Luke a Piccolo Napoli, una trattoria poco lujosa. Mi ojo nadó sobre el menú hacia el bucatini con le sarde, una pasta larga y hueca en una salsa de sardinas espesa, verde y amarilla por el uso de hinojo silvestre y azafrán. Luke no lo tocó. Luego me fijé en la pasta de tinta de calamar. En casa, Luke había comido pasta "negra", sin saber lo que la versión industrial había usado para obtener su color. La preparación artesanal de Piccolo Napoli tenía partes iguales de tinta de calamar y espaguetis. "La pasta ni siquiera es negra", dijo Esther. Luke lo probó y le dio una arcada. "¡Ew!", exclamó con un anillo de tinta alrededor de la boca.
Probé el plato. Definitivamente no merecía ese "ew". Era fragante, con la exuberancia salada del océano. Así que, saliendo del restaurante, a pesar de que me había gustado la comida, tuve la sensación de que había pedido la primera ronda con Luke.
La revancha llegó -sorprendentemente- en un partido de fútbol: Palermo contra AC Milan. Si mi pasión es el pescado, para Luke lo sería el fútbol. Llegamos a nuestros asientos y quedamos rodeados por fans de aspecto duro y vestidos de rosa, el color del equipo de Palermo.
Cuando el árbitro marcó un cuestionable cobro, los iracundos partidarios del Palermitani patearon los asientos y lanzaron gestos obscenos a un grupo de funcionarios del gobierno de Milán que estaban de visita. Entre los gritos, un representante del equipo de Palermo me apuntó: "Usted es de Estados Unidos, ¿no? Lo invitamos a un encuentro durante el medio tiempo".
Con Palermo perdiendo 1 a 0, nos amontonamos en un salón para encontrar un buffet marino. Láminas de lenguado crudo marinado, pequeños vasos cuadrados llenos de tentáculos de calamar y un salmón al horno. El mozo cuchareó lo que parecía ser un ragú de pasta en una bandeja de gran tamaño. Efectivamente era ragú, pero de pez espada. Pasé el plato a Luke y él comió con gusto.
-¿Sabes? -dije cuando terminó-. Era pez espada.
-No, no lo era.
Palermo terminó perdiendo 2 a 1. Por mi parte sentí que yo había empatado.
Trapani:
El amenazado atún rojo
Fuimos al oeste hasta Trapani, una ciudad peninsular que marca la división entre el mar Tirreno y el resto del Mediterráneo. Trapani ha sido históricamente paso migratorio para el magnífico atún rojo del Atlántico. Desde la época romana, los pescadores han aprovechado esta geografía natural para conducir al pez gigante hacia las redes donde eran atrapados y arponeados hasta la muerte en un sangriento procedimiento conocido como "mattanze".
Fue en Trapani donde enfrenté mis propios escrúpulos respecto del consumo de este pescado. He escrito mucho acerca de la trágica sobrepesca que ha sufrido. Las flotas industriales han reducido el stock en el Mediterráneo de forma espectacular durante el último medio siglo. Pero hay algunos signos esperanzadores. El año pasado, el jefe científico especializado en atún del World Wildlife Fund declaró que se han hecho "esfuerzos extraordinarios". Aún así, tenía la esperanza de evitar comerlo. Pero resultó difícil.
En la Cantina Siciliana, dirigida por un pescador llamado Pino Maggiore, probamos un antipasto que incluía sardinas marinadas, camarones rosados crudos y atún rojo en carpaccio y una bottarga con sus huevos. Mejor recibida resultó una jugosa caballa cocida en limón y un couscous de mariscos. También llegó una porción abundante de busiate, pasta local larga que se enrosca sobre sí misma y que se sirve con auténtico pesto de Trapani a base de ajo, tomate y almendras. Aunque Luke encontró intrigante la forma del busiate, prefirió la salsa marinara.
También disfrutó del otro sabor memorable de Trapani: la sal que ayudó a transformar esta ciudad en un centro de procesamiento de pescado durante siglos. Así conocimos a Salvatore Gucciardo, hijo mayor de un clan de productores de sal.
A poco andar, Luke se hizo amigo de otro niño de 5 años, sobrino de Gucciardo, y juntos recorrieron humedales brillantes flanqueados por un lado por los acantilados de la colina de la ciudad de Erice y el mar azul pulsante por el otro. Los flamencos estaban inmigrando desde África a medida que el calor de la primavera comenzaba a penetrar los huesos de la isla.
Probamos la sal de los Gucciardo desde los montones donde estaba secándose. Tan brillante e intensa era que más tarde me di cuenta de que bastaría una fracción en mis recetas caseras, siempre y cuando fuera auténtica "sale Trapanese".
Pero como buen siciliano, el comerciante no nos podía dejar ir solo con sal. Después de todo, era la Pasquetta, la "pequeña Pascua" que los sicilianos agregan después de la Resurrección. Primero nos detuvimos en el bar Caffé Castelli en el pueblo de Nubia para una merienda de panelle, pequeños triángulos de garbanzos fritos, y un sándwich de anchoas, hierbas, aceite y tomate. Luego, de vuelta en casa de Gucciardo, probamos una comida apta para la Pasquetta: sardinas enteras hechas perfectamente a la parrilla, más busiate y un pastel cassata cuyos orígenes se remontan a la era de los conquistadores españoles. Luke probó un poco de todo y luego preguntó si el santo con túnica en el ícono de la pared era Obi-Wan Kenobi.
Catania y Ragusa:
Un mercado y un cocinero
Hicimos el largo recorrido de Trapani a Catania bajo el amparo de la noche y al día siguiente dimos a Luke un breve respiro de la cata de productos marinos para llevarlo al volcán Etna y nos inclinamos por un almuerzo con bolas de arroz rellenas de delicioso ragú.
Pero al día siguiente volvimos a enfocarnos en el mar cuando me escapé, al amanecer, para ir a Pescheria, un conocido mercado de Catania. Encontré a Ciccio Sultano, un chef con dos estrellas Michelin y propietario del Ristorante Duomo en Ragusa. Como un tiburón, Sultano rodeó un lomo de pez espada particularmente agradable, mientras unos vendedores gritaban: "¡Ciccio! ¡Ciccio!". Con cada círculo que hacía, intentaba rebajar el precio (el valor no era sorprendente, pues el pez espada del Mediterráneo es otra variedad que preocupa a los conservacionistas). Mientras tanto, compró 12 erizos de mar, una especie de pargo extra grande llamado "dentón" y tres bandejas de camarones rosados. Insertando su pulgar bajo la cabeza de uno de estos extrajo un dedal de huevos azul topacio. "Caviar", dijo el chef que luego de la cuarta ronda alrededor del pez espada, dejó al vendedor y encontró otro lomo igualmente agradable al precio que quería.
Ciccio Sultano me llevó luego a su rincón secreto del mercado, donde un vendedor ambulante llamado Carlo clavó como un arpón su tenedor en un enorme caldero y sacó un montón de achuras humeantes. "Hoy -dijo Sultano- todo el mundo habla de comida callejera. Esto es comida callejera". Me entregó un pedazo de tripa y luego escribió una frase en la aplicación Google Translate de su teléfono. "El cuarto estómago del ternero", leí en la pantalla. Lo probé y sentí el dolor de Luke.
Dejé a Sultano con la promesa de cenar esa noche en Duomo. Sabiendo que el chef planeaba un asalto culinario siciliano a gran escala, decidimos hacer algo de ejercicio. A una hora de Catania llegamos a la Pantalica, una necrópolis reconocida por Unesco, y que desciende a través de un precioso barranco rocoso resplandeciente y repleto de flores silvestres.
Pronto estábamos sudando a pesar de que los italianos que dejábamos atrás andaban abrigados como si estuviéramos en invierno. En todo ese rato, Luke disfrutaba de otra de las bolitas de arroz del Etna, saboreándola como para asegurarse de que durara todo el camino.
Una vez completada la caminata, seguimos hacia Ragusa. Estaba ansioso por llegar a la ciudad de la famosa colina no solo para probar la comida de Sultano, sino que también porque el chef había olvidado los camarones rosados con huevos azules en el mercado y me había pedido que se los llevara. Equipado con una bolsa de hielo para guardar los camarones, agarré el manubrio del auto arrendado. Por fin, en una calle pocos centímetros más ancha que mi auto, pasé los camarones por la ventanilla del auto a la ventana del local.
Más tarde volvimos al Duomo para una fiesta gastronómica siciliana divertidamente reinterpretada por Sultano. Había unos cannolos similares a los que habíamos comido en otros lugares, pero esta vez estaban rellenos de una sabrosa ricotta y presentados con unos camarones que descansaban encima. Aquí estaban los espaguetis con erizos de mar que habíamos comido en otro lugar (salvo que esta vez venían con la instrucción de "no mezclar") y me sorprendí con sus capas de sabores que aumentaban en aroma de limón a medida que avanzaba hacia el fondo del plato. Aquí estaba la caballa sellada y cocida al horno, pero esta vez cruda y sabrosa. Me encantó todo. Quería que Luke también amase todo, o al menos que lo probase. Pero a esta altura mi hijo ya no daba más. Había probado tanto de Sicilia... La tinta de calamar y la sal artesanal. Las sardinas y las anchoas. Ya era hora de que él volviese a su zona de confort.
Como todo buen cocinero, Sultano se percató de los verdaderos deseos de este pequeño cliente y le ofreció plato tras plato de la pasta a la marinara más lujosa imaginable. Y con un guiño y un pellizco a la mejilla tan típico de Sicilia, puso una amplia sonrisa de gratitud en la cara de Luke.